La semana anterior a la del 24 de agosto Leonor Trujillo, una amiga, me contó que unos amigos de ella habían ido a Jardín donde un obispo -o arzobispo-, que viéndolo a uno le decía qué enfermedad tenía. Después de doce años de padecer la mía le dije que consiguiera inmediatamente una cita para ir; ella lo hizo y el mismo obispo nos la dio para el 24 de agosto a las 8.30 a.m. Cuando ella dijo que no había transporte a esa hora, él le dijo que fuéramos en un taxi a las 5 a.m., lo que aceptamos e hicimos. Al llegar donde ese señor yo me empecé a marear y me fui al suelo. El empezó a pegarme y yo me di cuenta que era un impostor. Me quité la argolla que tenía en el dedo y la tiré al suelo. Mientras la buscaban salí corriendo y me entré a una tienda que había en una esquina. Le pedí un cigarrillo a la señora; le rogué que me escondiera y que, si le preguntaban, no dijera que yo había entrado ahí. Ella me dijo que podía esconderme en una casa de puerta azul.
Corrí hacia la casa y cerré la puerta. Dialogué con la señora (Flora María) y con el señor de la casa (no recuerdo bien su nombre); les expliqué el peligro que corría. En la conversación me contaron que el menor de sus hijos no tenía tenis para el colegio. Después le pedí a la señora que fuera hasta donde estaban mis compañeras y les dijera que llegaran en el taxi con la puerta abierta y esperaran que yo saliera. El señor dijo que él iba. Yo le dije que le pidiera a mi amiga Leo 20.000 pesos: 18.000 para los tenis del niño y 2.000 para pagar el cigarrillo y una llamada a mamá en Medellín, para que le dijeran que yo ya iba para la casa.
El señor regresó a la casa con mis amigas y ellas me insistían en que volviera. Yo no les hice caso. Cuando pude, volví a volarme y empecé a caminar por la carretera que va a Medellín; pasé por el cementerio y luego vi una oficina donde vendían café para moler. Allí, pedí que llamaran a mi mamá y que ella me llamara. Así lo hicieron y le dije que si las compañeras llamaban les dijera dónde estaba.
Un muchacho llamado Juan me dijo que él conocía al joven que nos había traído de Medellín y fue en la moto a llamarlo. De pronto sentí que pasaba el tiempo ¡y yo con ese miedo!… Salí y continué caminando.
Pasaron muchos carros hasta que uno se devolvió… y ¡de él se bajó el «cura»! que empezó a echarme agua bendita y a obligarme a subir al carro que manejaba un señor Carlos que también había ido a pedir ayuda al cura.
Al llegar nuevamente a la casa donde habíamos parado inicialmente había mucha gente rezando y volví a sentir miedo así que corrí hacia arriba… Don Carlos fue a hablar conmigo y de pronto llegó el «cura» y, arrastrándome del cabello, me llevó hacía donde estaban rezando; en un momento me apretó con furia el lado derecho del ojo derecho. El dolor era insoportable. Otras personas lo ayudaron y me amarraron las manos a una silla y los pies juntos. En ese lugar había dos piezas: una que daba a la calle donde estaban en círculo rezando muchas personas y la otra donde yo estaba con varias jóvenes: una, a mi lado -a la que le preguntó en varias ocasiones si le picaba la vagina-; otra al lado de ella, al frente de ella otra y diagonal a mi otra. Sólo yo estaba amarrada.
Con él se encontraban dos mujeres, una vestida de rosado con pantalón y camisa, más bien elegante, y otra que se llamaba Luz. Me empezaron a dar agua de un balde al que le echaban también aceite, unas gotas oscuras y no sé qué más. Me hacían tomar un vaso cada momentito. Me pusieron una cucharada de sal en la boca para que me la comiera y yo, oponiendo resistencia, intentaba tragar lo menos posible. En ocasiones cuando el «cura» dejaba de torturarme introduciéndome el dedo en la parte del ojo que ya dije, y otras veces, creo, en la articulación izquierda de la mandíbula, o en la derecha, hacía lo mismo con otra de las que estaba «atendiendo». Ellas también gritaban. Cuando yo podía le decía a la que estaba al frente que se volara y llamara la policía pero ella me decía que le daba miedo.
Me seguían dando agua. Toda el agua que podía me la echaba en la ropa. Cuando agachaba la cabeza, el «cura» me la subía tirándome del cabello, rezando, para que saliera Satanás; si yo decía algo me daba bofetadas. Incluso, en un momento intentó ahorcarme con la estola (creo que así se llama) y como pude me la saqué del cuello. De vez en cuando, la tal Luz me decía que mamá llamaba y que me mandaba decir que me quería mucho y que estaba orando por mí. Mi ojo se cerraba cada vez más y el dolor que sentía cuando me torturaba en él o en la mandíbula es indescriptible. En un momento pude zafar una mano y la cosa fue peor porque me la volvieron a amarrar y más me torturaba el obispo –o arzobispo-.
En un momento la joven del lado se paró a vomitar en una poncherita que le habían dado y como se le derramó un poco yo les decía que ya había vomitado y las señoras que estaban con él le decían que era Satanás que lo quería hacer caer. En la pieza de torturas había un cuadro de Juan XXIII imponiendo las manos y yo opté por preguntarle si él era el Papa. Él, como respuesta, me seguía torturando: bofetadas y más bofetadas. Seguía presionándome el ojo y la mandíbula; en un momento me desamarré una mano y al darse cuenta fue peor. Yo le suplicaba que me pusiera anestesia y más me torturaba; le decía que ya había salido el diablo y él que no, que todavía faltaba.
En un momento sentí que tenía diarrea y no podía controlarme así que me desamarraron las manos y me llevaron a la pieza contigua donde había un baño que el cura abrió. Allí me dio una pequeña copa metálica con ungüento para que metiera el dedo y me lo untara en la vagina. Luz me decía que mamá había llamado de nuevo y que seguía orando por mí. También me dijo que mis compañeras estaban comprándome ropa para que me cambiara y me trajeron una sudadera, un pantalón y una camiseta. Me apresuré a cambiarme y mientras tanto me tocaban la puerta diciendo que saliera Satanás. Me di cuenta que me hallaba en medio de unos locos y me desaté los pies.
Por un momento se me vino la idea de colgarme en la ducha pero cuando más desesperada estaba le pedí a DIOS que me ayudara. Cuando abrieron la puerta corrí y me tiré en medio de la gente que estaba rezando; me cogí a los pies de una de las amigas que rezaba con los ojos cerrados y le supliqué que me ayudara. Ella, sin embargo, seguía rezando mientras el cura me manoseaba y yo rogaba que me ayudaran. Les decía que si yo le había hecho daño a alguien, que levantara la mano, y nadie lo hizo. Luego me aferré a don Carlos que estaba con la señora y a ellos les pregunté si permitirían que torturaran de esa manera a una hija suya. Luego me aferré a los pies de un campesino y le rogué que no me dejara torturar más.
En un momento se acercó la señora que decía llamarse Luz y me desafió. Le contesté con un ademán como para darle un terrible golpe y mientras todos esperaban que lo hiciera salí corriendo por un corredor de la casa y me encontré con un joven al que le pregunté si tenía un celular para que llamáramos a la policía, a lo que él respondió que no, que él estaba también muy aburrido en ese lugar pero que estábamos encerrados con llave y no podíamos salir.
Al finalizar el corredor encontré un baño que se podía cerrar por dentro y cuando vi que el enchape era igual al de los baños de mi casa me sentí a salvo. Al rato escuché la voz de “Insia”, una de las amigas de Leo que me decía que ya nos íbamos y yo le decía que sólo saldría cuando estuviera el taxi listo.
Le conté que el «cura» me había golpeado y ella dijo que no habían visto nada. Salí. Vi que todos se retiraban del lugar y me senté con ella en un rincón de esa casa. Ella me decía que todo lo que se hacía no era conmigo sino con Satanás que estaba posesionado de mí y que era el principio de un proceso que debía continuar. Yo le dije que no lo continuaría.
Al rato se acercó una señora con un bebé en brazos y una joven tartamuda; le pregunté qué le pasaba. Le dije a la señora que la joven podía hablar si evitaban comunicarse con ella por señas. Cuando llegó el carro salí rápidamente y emprendimos el viaje a Medellín. Paramos en Hispania (creo que así se llamaba el pueblo) a tomar un café y ahí vi un letrero de URGENCIAS. Entré y le pedí a la doctora que me aplicara un analgésico para el ojo y me dijo que si no tenía el carnet de la EPS, o no pagaba, no podía aplicármelo. Entonces salí y llamé al doctor José Luis Manzano para pedirle que me atendiera porque no me atrevía a llegar a casa en ese estado. Me dijo que me atendía a las 5.30 p.m. pero me pareció muy tarde así que no fui a su consultorio.
Seguimos el camino y al llegar a una bomba le pedí a la empleada que me permitiera llamar; me dijo que no podía prestarme el teléfono pero que del teléfono público podía llamar al 1-2-3. Así lo hice: pregunté si hablaba con La Policía y me identifique como Margarita Bernal Acevedo, con cédula de ciudadanía número 21.839.080. Dije que denunciaba un secuestro y una tortura por parte del arzobispo u obispo Gilberto Villa (así fue como nos dijeron que se llamaba) y que me estaba movilizando hacía Medellín en un taxi de placa… (no recuerdo en este momento el número pero yo les dije cuál era). Al momento llegó una moto de la policía y les conté la situación diciendo que me acogía a Derechos Humanos. Después llamaron a mi amiga, la fiscal Gloria Elena Osorio quien, después de darle instrucciones al policía me dijo que no había peligro, que fuera a Medellín y la llamara.
Continuamos el viaje y cada rato parábamos para yo ir al baño con muchas dificultades porque el señor del taxi no quería. Por fin llegamos a la urbanización donde vivo; allí estaban mi hija y unos vecinos esperándome. Abracé a mi hija. !No me mataron…!, le dije.
Llegué presurosa a casa, les conté a Cristina, doña Marta y Manuel lo que había sucedido y les pedí que no dejaran entrar a nadie que yo no autorizara. Pronto llegó mi hermana Marta con su esposo Hernando, Nicolás -un hijo adoptivo- y Diego Sarasti el hermano adoptivo.