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Historia de un Militante

By 24 abril 2020 No Comments

Desde niña sentía una gran inquietud por las desigualdades sociales y económicas que llevaban a tener a unos mejores posibilidades que otros.

Fui creciendo sometida a una serie de injusticias basadas en el «poder» que algunos habían adquirido sobre los otros; es el caso de los educadores. Con algunos de ellos experimenté lo que es ser humillado a los escasos 9 años de edad, y luego a los 13, cuando delante de las demás compañeras me hicieron sentir inferior utilizando el poder que les concedía ser maestros. También tuve maestras queridas, pero desafortunadamente me marcaron más las otras, aquellas que me hicieron sentir como un ser inferior a los otros y todo básicamente por dinero, pese a no haber carecido de la posibilidad de suplir las necesidades básicas.

Cuando ingreso a la Universidad existe una fuerte corriente que busca hacer justicia social y con ellos inicio el calvario de lo que es ser militante.

Para mí no era muy claro el manejo que se le daba a ciertas cosas pero allí también existía el poder de los que «sabían», los jefes políticos. Para los que apenas nos iniciábamos en esas lides, la disciplina era muy estricta. Cualquier discrepancia y ya era uno tildado de traidor a los intereses proletarios, cosa que para el momento era un sacrilegio. No era precisamente la más «obediente» porque siempre me inquietaron muchas cosas, entre ellas, utilizar mentiras para conseguir fines, así fueran planteados como muy altruistas. Siempre creí que la verdad era suficiente para convencer y que los discursos tenían que tener un asiento en la realidad de los movilizados. Sufría cuando se me exigía repetir los discursos basados en Marx, Lenin o Mao porque, ni tenía muy buena memoria, ni veía lógico ese trabajo.

Mi mayor sufrimiento era cuando debíamos definir los objetivos para el «paro» que había que impulsar. Sentía temores profundos por la represión a la que se veía sometida toda organización que aspirara combatir el «orden» existente. Sentía horror por las torturas, asesinatos y desapariciones a la que se sometía a los compañeros militantes; sentía pánico cuando me tocaba cumplir una tarea de “pintas” por la libertad de los presos políticos o repartir un periódico clandestino ya que nunca me fueron asignadas tareas de mayor envergadura por mi «pequeño aburguesamiento» según decían las cabezas blancas de la organización.

Fui sometida a las más severas críticas por no cumplir al pie de la letra, sin cuestionar las tareas asignadas y sufría cuando tenía que esconder parte de mi salario para que la organización me dejara mínimamente con qué sobrevivir ya que siendo soltera y no teniendo que mantener a mis padres era la persona a la que le tocaba cotizar más. Para comprar la libertad de los detenidos era la primera que empeñaba mi salario ya que sentía horror por lo que pudiera pasarles, hasta el momento en que me tocó a mí. A Dios gracias salí bien librada, pagando, claro está, una buena suma de dinero. Esa detención fue uno de los hechos que me cuestionó hasta qué punto era justo exponer la libertad por una simple pinta y llegar a la cárcel donde se encontraban todo tipo de mujeres que manejaban unos principios muy distintos a los de uno. Fueron tres días que para mí se hicieron siglos con la tortura psicológica a la que nos veíamos sometidos. Por fin salgo y a los dos meses ya estábamos cumpliendo una nueva tarea de pintas, ¡qué atrevimiento!, y saber que no había tenido el valor civil de oponerme ya que temía ser señalada como en otras oportunidades. En esta ocasión fue detenida también mi hermana, «qué horror» y le preguntaban por mí, ya no sabía qué hacer. Ya todo pasó a Dios gracias.

Recuerdo las noches y días de angustia que vivíamos cuando detenían a un compañero o estaba siendo perseguido. Las innumerables veces en que esperábamos un allanamiento y el miedo con que quemábamos hasta el último papel que pudiera comprometernos con alguna organización. Éramos 10 hijos y 8 estábamos comprometidos con el proceso de liberación del pueblo. Nada era más importante, ni la comida, ni el sueño, ni el descanso; de diversiones yo no sabía. Todo era trabajo para conseguir que el proletariado asumiera el poder para acabar con la «injusticia social».

Fueron 11 años de angustias hasta que, escisión tras escisión, no recuerdo ni que día, resolví retirarme del todo, no sin mantener vivo un remordimiento por sentirme traidora del pueblo. Allí quedé sin razón de vida política.

Y empecé otro camino que hoy veo claro y por el que sí estoy dispuesta a asumir con conciencia, no desde la dominación de ninguno sino desde mi propio sentir. Es el que he llamado CONSTRUIR UN MUNDO DONDE HAYA ESPACIO PARA TODOS. Mis escritos dan cuenta de ello. Es hora de dejar las diferencias y emprender con la realidad un camino de reconciliación con nuestra especie para desaparecer con DIGNIDAD, porque hacia allá vamos.

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